A los 8 años mi mamá bailaba en el patio de su casa. Para sí misma movía su cuerpo con la naturalidad que lo hacen las niñas. Nunca pensó que pudiera ser malo algo que le hacía sentir tan bien. Dejó de bailar porque un día, cuando mi abuelo la vio, le dijo que “solo las putas bailaban”. De tanta insistencia y prohibición terminó evitando lo que le había dado tanta alegría. No volvió nunca a intentarlo. De niña, yo siempre la recordé como la mamá que en las fiestas se quedaba sentada cuando el resto de la familia bailaba. A veces alguien atrevido le insistía para salir a la pista imaginaria, pero bastaban tres vueltas para que ella se mareara y volviera a su puesto.
Siempre pensé que era bastante irónico que teniendo una mamá que no bailara, a mi me gustara tanto. ¿De dónde surgía mi amor por la danza entonces? De ella, estoy segura. Vine a bailar al mundo en honor a esa niña de 8 años a la que le frustraron sus sueños. Una vez soñé que mi mamá era bailarina, que bailaba sin culpa, feliz, sin la sensación de que lo estaba haciendo mal. Prefiero recordar este sueño que lo que en realidad pasó. Me gusta pensar que en una vida alternativa mi mamá tuvo un papá menos machista, quien, en lugar de hacerla sentir culpable, la tomó de la mano y se la llevó a la primera academia de baile que encontró.
A los 10 años bailaba una coreografía de reggae en una clase del colegio. No recuerdo muchos detalles la verdad, solo la habitación oscura y soterrada, mi concentración en los pasos, mi facilidad para seguirlos y el tiempo que se me escapaba. Dos años más tarde ingresé a clases de merengue, salsa y porro con gente mucho más mayor que yo. Terminé todos los niveles que existían en aquella época y seguí con mi vida estudiantil. Volví muchos años después, a los 22, con el mismo profesor con el que aprendí a los 12. Seguían las clases siendo igual de satisfactorias como lo fueron en mi adolescencia. La danza nunca fue una práctica ininterrumpida para mí, pero siempre estuvo presente de una u otra forma.
Cuando tenía 24 me metí a una clase de danza contemporánea. No tenía idea de lo que era ni de lo que me esperaba. Yo solo quería probar algo diferente. Fue un fracaso, o por lo menos esa fue la etiqueta que puse en aquel momento. No estaba acostumbrada a las coreografías y mucho menos recordarlas, por lo que estaba más perdida que nunca. Mis compañeras, que eran mucho menores que yo, seguían los pasos en el momento preciso mientras yo me frustraba y comparaba con ellas. Terminé por no volver. Dije que no volvería a los tipos de baile que necesitaran coreografías. No me cumplí.
A los 29 estaba atravesando la peor parte del duelo por mi madre. Estudiaba diseño de modas en la mañana y trabajaba atendiendo pacientes en las tardes. Mi agotamiento era eterno, pero aún así quise salir a bailar con mis amigas, celebrar la noche de disfraces en un 31 de octubre. Justo ese día había dictado un curso de cuatro horas seguidas, por lo que, cuando salí de mi casa, ya estaba cansada. Cuando llegué ya me quería ir. Las recuerdo a ellas bailando enérgicamente mientras las observaba desde la mesa de las cervezas que nos tomábamos. Volví a recordar a mi mamá cuando hacía lo mismo en las fiestas: sentarse a observar. Volví a ser ella por un momento.
Y es que cuando una no está bien emocionalmente no le queda mas que sentarse a observar, o más bien, meterse en pensamientos negativos, que fue lo que hice ese día. Por eso me gusta tanto la danza, porque es la mejor manera de meditar. Es la mejor manera de estar presente en el ahora. La danza obliga a perder la identidad y por un momento muy concreto ser solo un cuerpo que ejecuta unos pasos y nada más. Dejar de ser Ana María, y volverse solo parte de un grupo que está sincronizado en sus movimientos. Seguir los tiempos y sentirlos en el cuerpo. Hacer que se dejen de lado las preocupaciones.
¿Para qué el alcohol, si tenemos la danza? Hay mejores maneras de olvidarse de uno mismo que no implican un daño al cuerpo y a la salud. Yo he elegido la danza. Más bien: ella me ha elegido a mi. No conozco mejor manera que la de conversar a través del cuerpo. No conozco lenguaje más claro, transparente y elocuente que este. Es lo que tengo a la mano, soy yo completa. Te digo que te amo y que te odio con el cuerpo entero: eso el lenguaje verbal no lo logra.
A los 30 tuve varias pérdidas. La de un trabajo soñado, dos amores románticos frustrados y una amiga que ya no es amiga. Sentía que después de tantas pérdidas tenía que aferrarme a algo, volver a mi centro. Sabía que la respuesta la encontraría en la danza, específicamente la danza árabe. Cuando asistí a una presentación en 2023 para ver bailar a una amiga quedé tan impactada emocionalmente que me prometí hacer lo mismo y sentir lo mismo. Ingresé por primera vez a mi clase en junio del 2024 y desde eso no he parado. Fue enamoramiento a primera vista.
Creo que voy a seguir bailando hasta que mi cuerpo me lo permita y estoy muy agradecida por todo lo que la danza me ha enseñado. Antes tenía muy mala memoria para recordar pasos y ahora me sorprendo de la facilidad con la que sigo una coreografía relativamente larga. He podido mover partes del cuerpo que no pensé que pudieran moverse y disociar movimientos que parecen incompatibles. Ha mejorado mi coordinación y estado físico. Por supuesto, no solo han sido los cambios visibles sino también la tranquilidad y bienestar que me ha traído a la vida hacer algo más que no sea solo trabajar.
Dedicarme tiempo a bailar es dedicarme una hora o más para amarme a mí misma. No importa cuál sea el hobbie (odio esta palabra) necesitamos conectar con nosotras mismas. Para mi la danza es lo que me permite hacerlo, es esa parte fundamental de mi bienestar y de mi existencia en el mundo. Hay que encontrar esos grandes amores, que, en mi caso, junto con el cine, le dan sentido a mi vida. Es lo que me ha salvado tantas veces y lo seguirá haciendo. Te invito a que reconquistes esos amores abandonados o que hurgues en tu propia vida para dar con ellos,, conocerlos, y comprometerse.