Hace unos meses tuve una cita con un chico de una aplicación. No lo volví a ver porque ambos fuimos recíprocos en el desinterés por el otro, aunque una conversación que tuvimos aquel día me dejó pensando mucho. En ese sucinto intercambio le dije que siempre me había considerado una mujer “trosa” como le decimos aquí en Colombia a las mujeres que no somos flacas, pero tampoco entramos en el estereotipo de lo que se entiende como “gorda” (como un intermedio). Cuando lo dije tampoco esperaba que me dijera lo contrario, no era un intento por recibir un halago, pues me siento bastante bien en mi cuerpo, con su forma y habitándolo.
Él me respondió que me consideraba flaca y delgada, mientras alzaba ambas cejas asombrado por lo que le acababa de decir. No era el primero que me lo decía, pero al haberlo escuchado de varias personas comencé a sentir que mi percepción sobre mi misma estaba errada y que quizás no estaba viendo bien lo que tenía al frente del espejo. Que quizás yo no era la mujer que tenía en mi cabeza. Llevaba mucho tiempo con esta imagen sobre mi misma que hacía ya parte de mi identidad. Tampoco es que la opinión de este chico fuera determinante o la más importante, pero si me hizo meditar sobre los estándares que tenemos como sociedad para encajar a la gente en tres categorías: flaca o delgada, contextura media (trosa) y gorda.
Me preguntaba entonces a mi misma cuál de las dos percepciones era la que se asemejaba a la real, si la mía o la de la gente que me rodeaba. También cómo era posible que yo me hubiera apegado a esa identidad por tanto tiempo y además cuál era el criterio para establecer si una mujer era delgada o no lo era, teniendo en cuenta el factor cultural y de la época, pues no es lo mismo el 2024 que el 2000 respecto a estándares de belleza. No ahondaré en ello, pero en los programas televisivos de la época de Britney Spears y Cristina Aguilera nos vendieron la idea de que muchas actrices y cantantes eran obesas cuando en realidad estaban en un peso saludable para su edad y contextura. Bajo este panorama era entendible que los millenials y otras generaciones hubiéramos crecido con este terror a engordar.
A raíz de la conversación con este chico y una historia que publiqué en Instagram comencé a cuestionarme más de donde venía este aprendizaje. De dónde venía que yo me considerara de contextura media. Recibí directamente el mensaje a través de mi mamá. Desde que recuerdo ella me había monitorizado lo que comía y lo que no. La preocupación que ella tenía por engordar me la trasladó a mí. No la culpo porque fue lo que aprendió para ser querida y valorada. Ella misma estaba viviendo su propio infierno de preocupación constante por el peso. En el fondo estaba esta idea de que “a las mujeres gordas nadie las quería y se quedarían solas”, y ella actuaba conforme a esta regla. Su comportamiento era coherente con lo dañino del mensaje. Con justa razón se comportaba así.
Mi cuerpo es en forma de guitarra. Tengo caderas anchas y hombros pequeños. Lo mas voluminoso son mis piernas, sobretodo mis muslos, que son gruesos y se rozan mientras camino. El cuerpo de mi mamá era igual y a ella no le gustaba. Con frecuencia se quejaba de ello conmigo. A pesar de sus luchas constantes en contra de la naturaleza de su cuerpo, sus muslos siempre la acompañaron para sostenerla en sus caminatas conmigo. El cuerpo no sólo nos servía para estar al servicio de los hombres, (que era lo que ella había aprendido hasta ese momento), sino que también nos servía simplemente para existir y ser felices. Habitar un cuerpo que se odia es una tarea realmente difícil, sobretodo cuando una se alimenta (literalmente) desde la culpa.
El cuerpo de ambas era el cuerpo al que muchas mujeres aspiraban porque era la representación de lo que se consideraba mas femenino. Femenino, entiéndase en lenguaje patriarcal: sexualizable. Sólo piensen en los dibujos animados femeninos famosos, por ejemplo, a Betty Boop o Jessica Rabbit. Tienen esta forma de cuerpo. Caderas anchas, muslos grandes y cintura pequeña. Mi mamá odiaba su cuerpo, a pesar de que sus amigas lo halagaran y le dijeran lo bonita que estaba, lo bonitas que eran sus caderas y piernas. Quizás el error estaba en seguir poniendo el enfoque en lo estético, porque, como he dicho anteriormente, lo mejor del cuerpo es que se puede vivir y sentir con él.
A pesar de que mi mamá odiaba su cuerpo, y a pesar de que quería salvarme a mi de engordar, yo no me dejé influenciar del todo. La razón por la que no me dejé afectar del todo radica en mi hedonismo. Matarme de hambre no era una opción pues me encantaba comer. Para mi no hay nada más placentero que un buen plato en un restaurante, experimentar con sabores nuevos y texturas. Mi punto débil es la comida rápida y los dulces. Cuando era adolescente esperaba ansiosa los fines de semana para comprarme una hamburguesa con papitas a escondidas de mi madre pues sabía que eso no le gustaría. De entrada, no le contaba, pero a veces me pillaba en medio de un mordisco y me hacía cara de desaprobación (aunque sabía que no podía hacer nada para detenerme). Cuando yo me enojaba con ella por su insistencia con mi peso me decía que era porque se preocupaba por mi salud.
Yo era muy rebelde y a pesar de su enojo, yo no iba a dejar de comerme ese postre o esa pizza. “Cuídate porque sino te coge ventaja y cuando menos pienses engordarás”, me decía. Engordar era como ese gran monstruo temible que nunca aparecía, nunca tomaba una forma porque, objetivamente, yo siempre me mantuve en el mismo peso. Nunca estuve en sobrepeso, aunque me permitiera comer lo que quisiera. El miedo no era mío, era de ella. Mi mamá cargaba con un peso emocional que no se lo deseo a nadie y comprendo todo lo que hizo en su momento. Tengo recuerdos de ella vomitando en el baño luego de una cuantiosa comida. Desde mi perspectiva infantil pensaba que la comida le había caído mal y por eso lo hacía. De adulta supe que era para no aumentar de peso.
Otras cosas que hizo dentro del terror a engordar fue realizarse una liposucción, ir donde nutricionistas que la mataban de hambre pues casi que le enviaban una tostada con café para pasar toda la mañana, ir al gimnasio, no comer chocolate y hacer ayunos intermitentes. Mi mamá fue una muy buena mamá, estuvo muy presente para mi en todos los niveles. Emocionalmente fue mi mejor amiga y mi soporte, pero también fue una mujer víctima del patriarcado. Fue esclava del miedo a engordar, lo que la llevó a desperdiciar muchos años valiosos luchando contra su propio cuerpo y preocupada por cosas de las que no nos debemos preocupar. Detrás de su miedo a engordar en realidad era miedo a desagradarle a mi papá y que la abandonase. Mi mamá siempre tuvo problemas con la conducta alimentaria y nunca lo supo. Yo tampoco lo sabía pues era una niña. No recibió ayuda por ello.
Mi rebeldía y mi hedonismo hicieron que, aunque ella era un modelo de conducta para mí en muchas áreas, en la alimentación yo nunca quise seguirla. Sentía que ella la vivía con mucha culpa, con mucha ansiedad. Yo no quería tanta vigilancia. Yo quería comerme mi hamburguesa en paz y tranquila sin sentir que estaba cometiendo un delito. Aunque fui rebelde y contestataria creo que algo de su mensaje caló en mi persona sin querer. Quizás esta percepción de que no soy delgada viene de las muchas veces en las que me dio a entender que no podía traspasar esa línea invisible que me llevaría a la obesidad. Abrazo a mi madre que ya no está y espero que donde esté ya no tenga que preocuparse por su peso. Espero que su alma esté flotando en una plenitud muy libre de los sufrimientos que la ataron en la tierra.
Abrazo a todas las mujeres que hemos pasado por la pesadilla que es sentirse esclava de mantener un peso o de cumplirle a alguien con un cuerpo que no es el actual. No le debemos a nadie delgadez, ni belleza ni juventud.
Me da la impresión de que tu madre era muy ruda consigo misma, cuánta falta hace ser amigo de uno mismo.
Siempre me sorprende la flexibilidad que demanda el exponerse a los estándares de belleza sociales y "cotidianos" pero también es curioso el nivel personal de autoexigencia y de falta de compasión respecto de lo variable que es el cuerpo
Siento que leo compasión en tu hedonismo.